Yo que fui capaz de negar la esclavitud
y vi a un rabino (maestro) quemarse las pestañas en fuego de libros,
yo que combatí imperios
romanos y faraones.
Yo que morí en Treblinka y que acuné el Talmud en una casa de Amsterdam junto a los vidrios ajados del gran óptico,
Yo que fui Metzadá herida en el centro exacto de la carne y la montaña
y escribí sobre mi mismo la piel de mi propia historia.
Yo que traje a Freud a objetivar el sexo en su pasión real de incendios
y juré con el Saber mientras tomaba lagrimas de cultura,
Yo que me fui con Einstein a insultar La Nada,
y nací con Nadina para esperar el Todo.
Yo que crecí en un gueto destrozado donde la hermenéutica nacía larvada y alegre,
y escuché a Emmanuel Levinas junto a una cortina rota al lado de la tarde
Yo que lo escondí a Wallerstein en la pieza de atrás para que los sabuesos de la historia no lo difamaran,
y que mire una vez a Derrida cruzar una calle en el sol vertical del Magreb.
Yo que nunca fui silencio y giré en las persecuciones para presentarles batalla,
yo sé lo que es el Bar Mitzvá, quien es yehuda macabeo y quien es David.
Lo sé porqeu supe, una vez, enunciar sus heridas en la noche arrebatada,
en su significado dolido y grave.
Por eso --porque sé--
es que tarareo con quienes cantaron y cantarán la melodía del ritual.
No para celebrar el brillo,
sino para abrazarme con mis hermanos,
los Justos,
Jesus, Radowitsky, Osatinsky,
Jesus, Radowitsky, Osatinsky,
esos que permanecen fieles
e irónicos
al lado de la chimenea azul
de las rasgadas
y amadas dignidades.
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