miércoles, 15 de julio de 2020


Esbozo de un tratado sobre el odio
La maldicen hasta sentirse mal. Les produce escozor su nombre y pueden llegar a envilecer su día, atragantar su líquido en la tráquea, al solo verla en una ráfaga televisiva.
Ella representa todo lo que temen de manera desesperada: sobre todo la posibilidad horrorosa de que algún día puedan llegar a ser igualados con aquellos que desprecian. La probabilidad de que se pierda una jerarquía instituida durante dos siglos, estabilizada por guturales compartimentos estancos. El pánico que les produce la paridad se reconvierte en una aversión irracional y vomitiva.
La aborrecen hasta el límite de descomponerse. Les puede caer mal la comida si se sorprenden con alguno de sus precisiones políticas de índole quirúrgico. Es que ella es insumisa y rompe los platos apilados de una costumbre perversa, frente a su cara. Los hace astillas -incluso- con desdén.
Pero no hay nada que los perturbe más que su estado iracundo. Su reverberación de espíritu sublevado, instalado en el lugar de las profundas convicciones. Los atormenta esa decisión arrancada sin que haya pedido permiso, sin respetar las formalidades de una entrada en la política. Esa escena puede llevarlos a sufrir dolores estomacales agudos cuando comprueban, además, que no acepta los designios previstos de alguna claudicación.
Tampoco soportan que sea bella, en los marcos de lo que ellos mismos han instituido como belleza. No pueden procesar el hecho de que su orgullo contenga hebras de algunas historias que han buscado solapar, silenciar, ocultar. Les resulta indigesto comprobar que una parte de su mirada siempre estuvo habitada por ese ancho y entrañable subsuelo de la Patria.
Ellxs creyeron que esta estructura del sometimiento debía permanecer impoluta y garantizada. Y que sus víctimas siempre estarían dispuestxs a aceptar su destino. Pero ella -asumiendo rebeldías deshilachadas- siempre les cantó retruco.
La detestan también porque le temen. Asumen que es la referencia de algo incontenible. De una pasión (que en sus percepciones) es siempre peligrosa. Lo popular debe ser limitado, encorsetado --apuestan-- porque de lo contrario la suma apilada de mayorías puede irrumpir como desorden. Otro orden. Uno que no los beneficia. La denigran, además, por su fortaleza: todos los líderes populares anteriores fueron despojados por Golpes de Estado (Yrigoyen y Perdón). Con su tenacidad no pudieron.
La desprecian porque no se llama silencio. Porque no responde a los patrones que siempre han esperado de una profesional universitaria. Lxs saca de eje. No pueden negar que es lúcida, pero esa capacidad analítica la hace doblemente odiable. La racionalidad no es un atributo que deba/pueda asociarse al lego: sienten que la disposición a la inteligencia les ha sido escamoteada en aras de algo que no coincide con su concepción de la civilización. Aquella donde el orden y las inferiorizaciones construyen un entorno civilizado. La ultrajan, cada vez que la nombran, porque no soportan que sea peronista, eso que sigue siendo la maldición de su civilidad farsesca. La insultan porque ser indomable la vincula a Evita y eso es una piedra enorme en el zapato de la estabilidad emocional de lxs intelectuales orgánicos bienpensantes adscriptos a la autoridad poscolonial.
Recelan de ella porque les resulta incontrolable. Y han sido conformados para manipular futuros y mujeres. Ella se les escapa. Y además instituye una verdad que rompe con creencias de superioridad incuestionada. "¿Acaso los negros llegarán a ser iguales que nosotros? --se preguntan--. ¿Nos tendremos que ver como ellxs, como si fuésemos de la misma especie?"
La denigran porque ella expresa la posibilidad del fin de su privilegio naturalizado. La consumación putrefacta que fue desafiada por las generaciones del 60 y el 70, cuando unos jóvenes irredentos --y otros no tanto-- arrancaron a tomar el cielo por asalto, a costa de sí mismos, de sus cuerpos, de sus vidas.
Por la misma razón les resulta antipática su convergencia hacia el feminismo como parte de un programa emancipatorio, alejado de toda disquisición ínfima que paraliza.
El resentimiento que le deparan incluye la asunción de que ella no es solamente ella: viene acompañada de un amor que sopla multitudes, hecho que la hace más estigmatizable aún. Para peor han certificado, desde hace décadas, que además de testaruda es incomprable. Y esa certificación la validan justamente quienes apelan a la remanida fraseología indigna de que todos los hombres tienen un precio. Pero ella, no. Es mujer.
Para más retorcijones, la abominan visceralmente porque insinúa algo que fue previamente soñado por generaciones de simples trabajadores: lo que identifican en ella es un fantasma ancestral cuya fortaleza radica en que fue un deseo forjado por compasiones varias, todas ellas dispuestas a reconvertirse algún día en Derechos. Y eso es una de las cosas que les resulta más intolerable. Lo que puede quedar instituido. Una pesadilla Inconcebible Por todo eso, la odian. jne