jueves, 17 de abril de 2014

Yo que fui capaz de negar la esclavitud
y vi a un rabino (maestro) quemarse las pestañas en fuego de libros,
yo que combatí imperios 
romanos y faraones.

Yo que morí en Treblinka y que acuné el Talmud en una casa de Amsterdam junto a los vidrios ajados del gran óptico, 

Yo que fui Metzadá herida en el centro exacto de la carne y la montaña 
y escribí sobre mi mismo la piel de mi propia historia.

Yo que traje a Freud a objetivar el sexo en su pasión real de incendios 
y juré con el Saber mientras tomaba lagrimas de cultura, 

Yo que me fui con Einstein a insultar La Nada, 
y nací con Nadina para esperar el Todo. 

Yo que crecí en un gueto destrozado donde la hermenéutica nacía larvada y alegre, 
y escuché a Emmanuel Levinas junto a una cortina rota al lado de la tarde

Yo que lo escondí a Wallerstein en la pieza de atrás para que los sabuesos de la historia no lo difamaran,
y que mire una vez a Derrida cruzar una calle en el sol vertical del Magreb.

Yo que nunca fui silencio y giré en las persecuciones para presentarles batalla, 
yo sé lo que es el Bar Mitzvá, quien es yehuda macabeo y quien es David.

Lo sé porqeu supe,  una vez, enunciar sus heridas  en la noche arrebatada, 
en su significado dolido y grave. 

Por eso --porque sé--
es que tarareo con quienes cantaron y cantarán la melodía del ritual. 

No para celebrar el brillo, 
sino para abrazarme con mis hermanos, 
los Justos, 
Jesus, Radowitsky, Osatinsky, 
esos que permanecen fieles 
e irónicos 
al lado de la chimenea azul 
de las rasgadas 
y amadas dignidades.